Lecturas

"Apenas, nada menos" Por Ana Longoni (Fragmento del prólogo a Arqueología de la ausencia)

“No tengo ninguna foto con mi papá”.

El motor inicial de “Arqueología de la ausencia” es el deseo de esa foto inexistente e imposible (Carlos Alberto Quieto desapareció cinco meses antes de que naciera su hija), deseo que Lucila narra como una obsesión que la acompañó a lo largo de sus primeros veinticinco años.

Su búsqueda atravesó por distintas pruebas y experimentos: desde recortar y rearmar los rostros fusionados de su padre y su madre partiendo de sus respectivas fotos carnet hasta imaginar un frondoso árbol genealógico que incorporara las fotos de todos los desaparecidos y sus hijos. Un día, reprodujo en diapositivas las fotos que guarda de su padre y las proyectó amplísimas sobre la pared. Al principio, se retrató a sí misma mirando desde un margen exterior la imagen proyectada. Finalmente arriesgó la fórmula: “Lo que tengo que hacer, me dije, es meterme en la imagen, construir yo esa imagen que siempre había buscado, hacerme parte de ella”

Al colarse entre el proyector y la pared, el efecto fue prodigioso: cuando la piel se evidencia y se vuelve por un instante pantalla, o –mejor– soporte para que esas imágenes de otro tiempo se hagan cuerpo, ocurre el encuentro. En el registro de esa performance inesperada, se produjo “una imagen que los contenía (por primera vez) a los dos”, padre e hija. Aparecieron sin preverlos– los gestos parecidos, las mismas poses, las resonancias familiares en la risa, la emoción, la mirada. Mis ojos son tus ojos. “Lejos de quitar las almas de los hombres, estas fotos las devolvían. Sucedía lo inverso que en 1976: aparecían”. “Lo que aparece entonces es como una revelación: algo de lo que se ve ha estado siempre en el espejo. Algo de lo que no se ve permanece como una certeza mutante”. “Y vuelvo a pensar que sólo desaparece lo que no deja huella”.

Una amiga de Lucila, también integrante de HIJOS, vio las fotos y pidió: “yo también quiero tener una foto así”. Siguieron otros. El procedimiento implicaba que hijas e hijos seleccionaran y prestaran esas fotos atesoradas de sus padres o madres violentamente ausentados, Lucila las pasara a diapositivas, y luego organizaran una sesión en la que se proyectaba la totalidad de las imágenes y se generaba el juego en el que el hijo o la hija, a veces hijas en plural, a veces incluso nietos, se integraran a la escena. Allí, en medio de esa escena, Lucila tomaba las nuevas fotos.

Fue por ese entonces que Lucila, la Tuta, puso un cartelito (con un dejo de humor característico) en el local de HIJOS que decía algo así como: “Si querés tener la foto que siempre soñaste y nunca pudiste tener, ahora es tu oportunidad, no te la pierdas. Llamame.” Se corrió la voz y fueron varios más los que pidieron su foto. Tras dos años de trabajo intenso, desde 1999 a 2001, Lucila Quieto realizó un total de trece “historias” (así las nombra ella) de hijos e hijas de desaparecidos fotografiados con sus padres y madres.

Cercanía de la ausencia. Por Guillermo Korn para Escritores del mundo

Al recorrer las páginas de este libro de fotografías* queda una sensación: los cuerpos se confunden, se mixturan. Son ellos y no son.

Como en esa imagen de bordes ajados, donde una muchacha aparece sentada en un taburete junto a una mujer que tiene a upa a una criatura. Su bracito parece entrelazarse al de la joven, como si fuera uno.

O en la que de fondo se ve una pareja caminando en la playa. En el medio hay una nena. En primer plano, entre ellos y con un mayor tamaño, una mujer adulta sonríe.

O en aquella donde un hombre alza la vista y mira por sobre su cabeza el retrato de otro hombre, ya calvo, con sus mismos bigotes manubrio, de esos que ya no se usan. O esa otra, la de quien quiere sumarse a un brindis donde otros hacen chocar sus copas.

En estas fotos en blanco y negro parecen convivir un tiempo difuso y otro más preciso.

Siempre queda la sensación de un “encuentro con el pasado que vuelve”. Pero si en el tango el miedo se manifiesta al confrontar el tiempo que no se resigna a su condición pretérita con el presente, acá el temor se reemplaza por el deseo, las ganas de poder ser parte –entre sombras– de ese pasado. Miradas frontales y cuerpos superpuestos. La búsqueda de una escena en la que lo imposible –un cierto encuentro– deje de serlo.

En varias de estas imágenes, el efecto es similar al que se da cuando alguien se interpone entre un proyector y la pantalla: la imagen se refleja en el cuerpo. Cuando eso pasa, el interpuesto suele escurrirse de modo de evitar que ese efecto gracioso lo tenga como protagonista.

No es éste el caso. Como cuando la joven deja que la imagen proyectada sea también ella misma. Se busca ese efecto. Pero bajo un halo dramático que se ahonda al leer un breve texto que reconstruye esa historia. Como en este caso:



Así en las otras: pocos datos, de quién se habla, qué militancia tuvo, dónde desapareció o en qué lugar estuvo secuestrado. Alguna línea dedicada al protagonista de este tiempo. Lucila Quieto enhebra historias de la Historia.

Compone piezas de un mapa siempre incompleto.

En esa falta está su hacer.

Familias que no son.

Su materia son los restos, las huellas, las imágenes que un maremoto arrojó sobre las arenas contemporáneas.

Como el intento de forzar un encuentro imposible entre su padre, Carlos Alberto Quieto –desaparecido cinco meses antes de su nacimiento– y ella.

Esa “foto inexistente e imposible” –nos dice Ana Longoni, al prologar el libro– fue el motor inicial de Arqueología de la ausencia.

http://www.escritoresdelmundo.com/2011/06/cercania-de-la-ausencia-por-guillermo.html

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