Al recorrer las páginas de este libro de fotografías* queda una sensación: los cuerpos se confunden, se mixturan. Son ellos y no son.
Como en esa imagen de bordes ajados, donde una muchacha aparece sentada en un taburete junto a una mujer que tiene a upa a una criatura. Su bracito parece entrelazarse al de la joven, como si fuera uno.
O en la que de fondo se ve una pareja caminando en la playa. En el medio hay una nena. En primer plano, entre ellos y con un mayor tamaño, una mujer adulta sonríe.
O en aquella donde un hombre alza la vista y mira por sobre su cabeza el retrato de otro hombre, ya calvo, con sus mismos bigotes manubrio, de esos que ya no se usan. O esa otra, la de quien quiere sumarse a un brindis donde otros hacen chocar sus copas.
En estas fotos en blanco y negro parecen convivir un tiempo difuso y otro más preciso.
Siempre queda la sensación de un “encuentro con el pasado que vuelve”. Pero si en el tango el miedo se manifiesta al confrontar el tiempo que no se resigna a su condición pretérita con el presente, acá el temor se reemplaza por el deseo, las ganas de poder ser parte –entre sombras– de ese pasado. Miradas frontales y cuerpos superpuestos. La búsqueda de una escena en la que lo imposible –un cierto encuentro– deje de serlo.
En varias de estas imágenes, el efecto es similar al que se da cuando alguien se interpone entre un proyector y la pantalla: la imagen se refleja en el cuerpo. Cuando eso pasa, el interpuesto suele escurrirse de modo de evitar que ese efecto gracioso lo tenga como protagonista.
No es éste el caso. Como cuando la joven deja que la imagen proyectada sea también ella misma. Se busca ese efecto. Pero bajo un halo dramático que se ahonda al leer un breve texto que reconstruye esa historia. Como en este caso: